¿Determina la política las necesidades de la sociedad, o son estas necesidades las que determinan la política? Esta pregunta es fundamental a la hora de entender el valor de la democracia como exponente de la soberanía popular. Y como dos sujetos con opiniones divergentes, los autores de este texto creemos como modelo más apropiado para el mismo el plantear dos respuestas diferenciadas y contradictorias, permitiendo al lector optar por la que considere más adecuada o, mejor aún, elaborar su propio juicio al respecto.
En defensa de la concepción de la soberanía popular como conformante de las decisiones políticas, es oportuno hacer referencia, como no puede ser de otro modo, al valor de la elección de representantes respecto a la determinación política. Son, en efecto, los ciudadanos los que, mediante su voto, eligen a aquellos políticos que consideran más apropiados por los principios que defienden y las medidas que proponen. Así, es en último término el elector el que decide las políticas que se llevan a cabo. Debe admitirse en todo caso que esta es una concepción quizás en exceso abstracta de la democracia. Sin embargo, su aplicación práctica es al fin y al cabo inevitable. Es ahí donde se encuentra la fuerza democrática: aun por causa de un puro populismo, y no, como posiblemente debiera ser, por fidelidad al principio de representación, los partidos políticos se ven obligados a hacer suyos los clamores de los ciudadanos, llegando incluso a reivindicar en muchas ocasiones como propia la iniciativa al respecto, asegurándose así el voto de estos. Prueba de ello es el constante cambio y evolución de las ideologías políticas contrapuestas. Y esto se debe, en fin, a la inevitabilidad de que, durante el proceso electoral, los candidatos necesiten de tales medidas para atraer apoyos, que, de otra manera, les serían denegados. Y es que, en último término, cada votante vela por el cumplimiento de sus propios intereses, y es el conjunto de estos intereses individuales el que determina la demanda social, necesitando los partidos situarse en la posición mayoritaria de tal demanda si desean adquirir suficiente poder. Y aunque pueden, lógicamente, proponer ideas, e incluso inculcar algunas de ellas entre sus simpatizantes, estas tendrán necesariamente su base en una exigencia de la sociedad, que aprovecharán en beneficio propio, precisamente para mostrarse de cara al exterior como los más acordes con el público y sus necesidades, y como los más adecuados para representar a la generalidad de los ciudadanos como gobernantes.

Las necesidades de los ciudadanos son muy variadas y varían en función de determinados factores, y es supuestamente a través de los representantes políticos como esas necesidades deben ser encauzadas. Pero esto está desvirtuado, y queda así patente, con la imposibilidad de un representante de desviarse de la idea de su propio partido, y en consecuencia, como es este el que selecciona las que a él le parecen, y las transmite incluso como si contase con el respaldo general (por esto la errónea idea de pensar que la política responde a las necesidades de los electores).
No pretendemos aquí expresar una conclusión predominante, o siquiera conciliadora. Esa tarea deberá ser llevada a cabo, como ya hemos indicado, por aquel a quien nuestras reflexiones hayan suscitado el suficiente interés.
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